UN CORAZÓN DELATOR – Juan Ramírez Biedermann
En conmemoración al bicentenario del nacimiento de Edgar Allan Poe.
En el ensayo “La Filosofía de la Composición”, Edgar Allan Poe argumentaba cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiese describir al lector, paso a paso, sin reservas, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras, hasta llegar al término definitivo de su realización. Confesaba animosamente que le era imposible explicar por qué hasta ese instante no se había ofrecido jamás al público un trabajo semejante. Buscaba culpas en la vanidad de los autores. Acaso la mayoría de los escritores, especialmente los poetas, preferían dejar creer a la gente que escribían gracias a una especie de sutil frenesí, de intuición de origen inextricable o mágico. No sin maldad, juraba que aquellos creadores padecerían de escalofríos si tuviesen que permitir al lector echar una ojeada tras bambalinas, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos que conducen a la composición de una obra. En otras palabras, Poe echaba fuego sobre el legado de la tradición religiosa, que sostiene que un espíritu enviado por el Creador susurra al oído del escritor, su amanuense; Poe rechazaba la tradición romántica de la inspiración, de la musa, de lo innombrable que llena el alma del poeta; Edgar Allan Poe vociferaba a la posteridad que la autoría de toda creación era resultado de la inteligencia. Ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar: la creación estética avanza hacia su culminación con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Cuando escuchamos estas afirmaciones, nosotros, los lectores sumisos de Poe, le creemos fielmente, y nos respaldamos en ejemplos que no resisten discusión. ¿Acaso no es cierto que Poe crea el relato policial con los Crímenes de la calle Morgue? En ese cuento, el misterio, el raciocinio y la lógica son los ingredientes que marcan el inicio de una manera de contar, de una forma de entretener, de un camino para escapar. La inteligencia nos regala un género literario nuevo que derivará en Chesterton, en Conan Doyle. Dupin será el antecesor del padre Brown, de Sherlock Holmes. ¿Cómo dudar de Poe? Luego nos embarcamos en el agobiante y sórdido relato de Arthur Gordon Pym, en su periplo de hambre, sed, desesperación, alcohol, locura, muerte y, como siempre, misterio. Entonces surgen las interpretaciones simbólicas de la obra, y se habla del significado alegórico de aquellas regiones con profundidades lechosas, y de aquel encuentro con una figura humana velada, cuya piel tenía la perfecta blancura de la nieve; quizá estemos ante la evidente alusión al hombre de cabeza y cabellos blancos como la misma nieve citado en las Revelaciones de Juan. Los estudiosos toman estos elementos, y suman a sus conjeturas la creación de un compatriota de Poe, un hombre de su época: Melville. La blancura del leviatán. El blanco como color paradójico representando lo insondable, derrumbando todos los mitos, todos los arquetipos. La inteligencia una vez más. Nosotros, los lectores de Poe, creyendo en sus argumentos.
Por otro lado, al leer la biografía de este escritor, quién podría no compadecerse de las tragedias, pérdidas, dolor, muerte y desconsuelo que azotaron su vida. Nos enteramos de que Baudelaire juraba que hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras “mala suerte” escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El autor de Las flores del mal se preguntaba si existía una Providencia diabólica que preparaba la desgracia desde la cuna, que arrojaba con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos. ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asedia eternamente a esas almas elegidas? Baudelaire, al tratar de definir a un alma como la de Poe, definía al poeta maldito. Entonces pensamos en Ligeia, en Berenice, en Morella, en las mujeres del escritor arrebatadas por la tuberculosis, en el tenebroso laberinto del alcohol, en el carácter autobiográfico de los personajes, en la deprimente y angustiosa desgracia de sus creaciones. Entonces, nosotros, los lectores de Poe, empezamos a dudar, y le tomamos la palabra a los simbolistas, a los románticos, a los surrealistas, y empezamos a admitir que el hombre no hacía más que vengarse, justificarse o rebelarse a través del arte: el artificio de la inteligencia en la composición retrocedía ante la posibilidad de que el arte sea un manto de dignidad, cuyo fin último sea ocultar la desesperación, aquella que evidenció Edgar Allan Poe en sus últimos segundos de vida, vestido como el loco y el vagabundo que era, en una camilla de Baltimore, preguntando al médico de turno si tenía salvación, no su cuerpo, sino su alma.
Debe llegar el momento en que nosotros, los lectores de Poe, nos alejemos de todas las conjeturas, y escuchemos el verdadero corazón delator de Edgar Allan Poe: su obra. Allí encontraremos que todas las posibilidades son ciertas; que su método de composición basado en el raciocinio no es menos verosímil que la premisa nefasta que marca el destino violento y ensombrecido de sus personajes, reflejos del autor. En su obra se nos develará que, si bien la literatura nace de la inteligencia y del alma del ser humano, una vez parida posee vida propia: no pertenece a nadie y a la vez a todos.
Borges sostenía que entre los grandes narradores, sólo a Conrad y a Faulkner le interesaron por igual los procedimientos de la narración, y el destino y el carácter de las personas. Creo que en Boston, en 1809, nació un hombre con las mismas inquietudes.