NOBIS: UNA NARRATIVA ATRACTIVA
La narrativa paraguaya sigue incrementando el número de sus obras publicadas y sus autores dedicados a ofrecernos gentilmente sus creaciones. Está en un gran momento y no quisiéramos abandonar a su suerte tantas obras publicadas en los años que llevamos en el siglo XXI. Siguen apareciendo nuevos autores, lo cual es muy grato sobre todo porque sus creaciones son obras dotadas de un dominio de los códigos necesarios en la narración en prosa.
No son autores que escriben por escribir, sino que, conscientemente, cuentan y trabajan sus relatos con un vigor que permite llenar esos huecos históricos que la producción nacional paraguaya ha ido dejando con el paso de su historia. Y lo más positivo es que son conscientes de que su proyección apenas ha comenzado y deberán seguir mejorando, trabajando y demostrando que han de crecer para llegar a su momento futuro de consagración.
Entre estos autores recientes encontramos a Juan Ramírez Biedermann, nacido en Asunción en 1976. Es un creador del siglo XXI puesto que sus primeras producciones aparecieron publicadas desde el inicio del nuevo milenio. Su cuento “Génesis de abril” obtuvo la segunda mención del concurso del Centenario, por citar uno de los galardones logrados en los primeros años de su trayectoria literaria. Y en este año recién finalizado ha editado su primer trabajo de cuentos: el libro Nobis.
Y créanme que es muy grato encontrarse con un trabajo como Nobis. No sólo porque sea una novedad, sino porque el lector tendrá la sensación de verse invadido por un extraño vigor narrativo. Ramírez Biedermann sabe modular el ritmo y darle una cadencia a los sucesos realmente ejemplar, como vamos a demostrar. Los cuentos de Nobis están localizados en el barrio de Las Mercedes de Asunción, uno de los más populares, y acaecen durante la primera mitad de la década de los noventa, en el momento en que el barrio empezaba a detenerse en el tiempo. Son trece relatos, cifra mágica y de mal agüero, que conforman un universo, el del propio barrio con su gente, su lenguaje, su idiosincrasia y sus peculiaridades sociales. ¿Sus temas? Pues la lucha por la vida y la existencia, fundamentalmente. A esa supervivencia latente se sujetan motivos como el amor, el paso de tiempo, la vejez, la juventud, incluso otros más actuales como la droga y el aborto. Sorprende que los cuentos sean reflejo del sentir de unas gentes que, con sus problemas y vivencias, demuestran que la sociedad popular asunceña trasciende sus problemas, su intrahistoria, al margen de la realidad que reflejan los medios de comunicación y que pretenden retratar los políticos paraguayos. Es una sociedad viva, aunque por ella el tiempo parezca no pasar y la realidad parezca inalterable a pesar de sus gentes.
Es lo que ocurre en un cuento como “Los pasares”, un relato cuyo estilo recuerda a Joao Guimaraes Rosa y a, ¿por qué no decirlo?, Helio Vera. La enunciación con el nombre de Don Morel, el protagonista, da sentido vanguardista al relato, frente al carácter rutinario de su actividad cotidiana, dado que la jubilación conlleva “el peso inconmensurable de las tardes”. ¿Lo mejor del cuento? Pues que no pasa nada y que nos encantamos con su prosa a pesar de ello. La situación narrativa es semejante a la descrita en la novela Nada de la escritora española Carmen Laforet: nunca pasa nada. Es la vida cansina, cuyas luces se están apagando, de un protagonista que va cayendo en la inercia. En el fondo, es en el barrio donde no ocurre nada nuevo y don Morel es una figura prototipo y simbólica de toda una microsociedad instalada en el corazón de la capital paraguaya.
Muy destacables son varios relatos cuyos argumentos se encadenan hasta formar una suerte de novela corta dentro del libro de cuentos. Se trata de “Los relámpagos”, “Las simas” y “Las pavesas”, cuya figura central es la muchacha Soledad, con su implicación en las vidas del farmacéutico Julián Balbuena, de quien se encumbra su historia familiar, y su miserable actividad vendiendo pastillas para provocar abortos, o la figura de Facundo Castillo y sus revelaciones de San Juan. Estas historias entrelazadas como un puzzle en cuentos aparentemente distintos dan una riqueza estilística a la obra que difícilmente podrá no ser tenida en cuenta en cualquier historia de la literatura paraguaya que se escriba desde estos momentos. Realmente, Nobis merecería la pena sólo por este ejercicio narrativo tan singular, si no fuera porque en conjunto es una creación tan atractiva.
El cuento fantástico titulado “Los destellos” es una leyenda urbana actual. La visión del protagonista ayudando a la mujer y sus hijos víctimas del accidente de automóvil están aderezados por un ambiente gótico que ayuda al misterio del relato. Sin embargo, la narración “Los lugares” es una de las más elaboradas de Nobis. De nuevo el narrador se detiene en los detalles, en la descripción de su personaje Adrián dentro de la narración, frente a un calor infernal del mes de enero, mientras el último tranvía de la ciudad circula por el corazón de Las Mercedes. Este personaje lleva su vida protocolaria día a día sin alterar su existencia, dentro de una suerte de locura en la que permanece desde quince años atrás. Es entonces cuando surgen las historias internas de los personajes y el recuerdo de sus ilustres moradores temporales Perón y Mengele, con todo lo que ello conlleva de mito. La pregunta de “¿Cómo componer el ayer?” que formula el narrador es en realidad la búsqueda de un pasado muerto que permanece en las entrañas del barrio.
La historia del doctor Mengele residiendo en Las Mercedes protagoniza el relato titulado “Los inquilinos”. Realmente es una historia legendaria donde se reconoce la inmensidad de las versiones oficiales o no que confirman la presencia del médico alemán, sólo atestiguada por la caja en posesión de don Yúgovich llevada al cementerio de La Recoleta, el arrendador de la vivienda donde residió hasta que se enteró del secuestro del nazi Eichmann en Buenos Aires por los Nomkin judíos.
Un libro interesantísimo porque nos descubre un narrador cuyo futuro puede ser de lo más alentador y porque la obra refleja un mundo, el de Las Mercedes, sumamente interesante y asequible para un lector que desee conocer este microuniverso de la ciudad de Asunción con historias personales donde se realiza una perfecta aleación entre el tiempo detenido y el espacio inalterable. Nobis es una obra imprescindible para todo aquel que desee gozar de la buena literatura que actualmente se practica en Paraguay.
José Vicente Peiró
viernes, 22 de agosto de 2008
NOBIS - Artículos - Delfina Acosta - Suplemento Cultural de ABC COLOR del 13/01/2008
JUAN RAMÍREZ BIEDERMANN - NOBIS
Fue presentado al público el libro Nobis, de Juan Ramírez Biedermann. El material literario salió a la calle gracias al apoyo de Fondec.
Hay en los cuentos Nobis una lectura bastante fiel de la realidad que nos toca vivir, en los últimos tiempos, a los paraguayos. Ramírez Biedermann pinta un barrio, Las Mercedes, y en su pintura literaria, se puede ver una sociedad en plena decadencia.
Es muy importante que los jóvenes escritores sepan reflejar la sociedad paraguaya, con el estilo que les parezca pertinente.
Considerando el lenguaje limpio de fallas ortográficas y de errores de sintaxis, se puede decir que la obra ya tiene mucha ventaja a su favor. Se nota a simple vista que el autor posee oficio. También se nota que maneja con madurez el cuento. ¿Y qué nos dicen sus cuentos? Pues nos dicen o nos hablan de un ambiente donde la moral está carcomida hasta los huesos, y donde las esperanzas de los hombres y de las mujeres tienden de un hilo muy flojo.
Superando esa visión tan concreta que suelo hallar en el estilo escritural de algunos cuentistas, Juan Ramírez Biedermann se luce con creces en su cuento final llamado “Los lugares”. Todo en la obra es suposición y derroche de ánimo cansino. Los laberintos literarios de “Los lugares” son un verdadero logro artístico. Cada frase en su lugar, cada inquietud en su adecuado sitio, cada cansancio en su esquina, cada hilo conductor de ideas en la circunstancia indicada, son los referentes de la obra de este joven cuentista que ya tiene muchos premios literarios en su camino.
Por otra parte, el punto de vista político, humano, ambiental es incorporado a sus narraciones.
La estructura sencilla, libre de frases complicadas y de situaciones engorrosamente torcidas, hace posible una rápida lectura del material de marras. La combinación del pasado y del presente en el barrio Las Mercedes es tratada con excelente habilidad por el autor de Nobis.
Fue presentado al público el libro Nobis, de Juan Ramírez Biedermann. El material literario salió a la calle gracias al apoyo de Fondec.
Hay en los cuentos Nobis una lectura bastante fiel de la realidad que nos toca vivir, en los últimos tiempos, a los paraguayos. Ramírez Biedermann pinta un barrio, Las Mercedes, y en su pintura literaria, se puede ver una sociedad en plena decadencia.
Es muy importante que los jóvenes escritores sepan reflejar la sociedad paraguaya, con el estilo que les parezca pertinente.
Considerando el lenguaje limpio de fallas ortográficas y de errores de sintaxis, se puede decir que la obra ya tiene mucha ventaja a su favor. Se nota a simple vista que el autor posee oficio. También se nota que maneja con madurez el cuento. ¿Y qué nos dicen sus cuentos? Pues nos dicen o nos hablan de un ambiente donde la moral está carcomida hasta los huesos, y donde las esperanzas de los hombres y de las mujeres tienden de un hilo muy flojo.
Superando esa visión tan concreta que suelo hallar en el estilo escritural de algunos cuentistas, Juan Ramírez Biedermann se luce con creces en su cuento final llamado “Los lugares”. Todo en la obra es suposición y derroche de ánimo cansino. Los laberintos literarios de “Los lugares” son un verdadero logro artístico. Cada frase en su lugar, cada inquietud en su adecuado sitio, cada cansancio en su esquina, cada hilo conductor de ideas en la circunstancia indicada, son los referentes de la obra de este joven cuentista que ya tiene muchos premios literarios en su camino.
Por otra parte, el punto de vista político, humano, ambiental es incorporado a sus narraciones.
La estructura sencilla, libre de frases complicadas y de situaciones engorrosamente torcidas, hace posible una rápida lectura del material de marras. La combinación del pasado y del presente en el barrio Las Mercedes es tratada con excelente habilidad por el autor de Nobis.
Los pasares - NOBIS - JUAN RAMÍREZ BIEDERMANN
Los pasares, Juan Ramírez Biedermann
LIBRO: NOBIS – (2007)
FONDO NACIONAL DE LA CULTURA Y LAS ARTES
ISBN 978-99953-35-05-2
Não sou nada
Nunca serei nada
Não posso querer ser nada
À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo
Álvaro de Campos
Don Morel: la cara rechoncha y sudada; cada vez más gordo, cada vez más pesado en su andar; una camisilla blanca apretándole la enorme panza; el pantaloncito marrón dejando escapar las piernas flacas y venosas. Don Eligio Morel: sandalias de cuero, uñas largas y callos; sobre el hombro la toallita celeste; en el pecho un crucifijo de plata que carga desde su primera comunión, hará sesenta años.
Como es costumbre en el barrio Las Mercedes, el hombre se instala todas las tardecitas en la vereda de su casa. Invariablemente, poco antes de las seis, se le ve sentado en una silla de cables azules, tomando tereré en guampa de palosanto, escuchando radio, participando modestamente del final de la jornada. A su derecha, el agua helada en una jarra amarilla de plástico con asa rota; del otro lado, la última espiral de la tarde humea desde una botella verde y vacía; en su regazo chilla la radio a pilas sin antena que le compró a Don Amancio el zapatero, el año en que Cerro salió campeón después de una década.
Don Morel: Padre Cardozo va llenándose pasajeramente, tanto de la gente que vuelve del trabajo, como de las personas que, espantadas por el calor, van saliendo de la guarida de sombra de sus viviendas; el sol se destiñe en el horizonte del barrio, pintando de naranja y aloque techados y árboles, derritiéndose en la brumosa silueta de la ribera, allá, donde se extiende el trecho final de la ciudad, donde muere Asunción y empieza el río.
Don Eligio Morel: chalet de muralla baja y blanca, maculada por el moho; planteras vacías y rejas herrumbradas. Don Morel: los limoneros irguiéndose en un jardín habitado por duendes de barro y por papagayos de plástico. Más allá de las tejas se asoma la impenetrable copa de los mangos, el enredo de cables negros, la venerable silueta de un lapacho. En aquel patio estará su esposa, recogiendo la ropa puesta a secar, sufriendo los achaques en la espalda, la rebeldía de las várices, la pereza indiferente de una nuera cansada y apática, el quilombo de los nietos corriendo por todas partes. Allí estará Doña Alba, y esa tos seca que angustia a medio mundo, la tonelada de tela que seguro tendrá que bordar para el día siguiente, el número de la quiniela vespertina dando vueltas alrededor de sus anhelos.
Don Morel: su puesto crepuscular, la radio y las voces de AM, aquel volumen chillón y porfiado, cualquier programa de noticias, entrevistas a políticos mechadas con alguna polca, la grabación de los goles del domingo, llamado de oyentes, publicidades molestas, la insoportable estática. Don Eligio Morel: el hombre sentado, sin recostarse, cebando prolijamente su tereré con limón –la yerba amarga, bien fuerte–, saludando al barrio con una mecánica inclinación de cabeza, chupando con fuerza la bombilla; algún bostezo de tanto en tanto, la mano derecha que, súbita y fugazmente, refriega la cara. A pesar de verse tranquilo, muestra siempre el ceño arrugado, la boca semiabierta, una respiración laboriosa y a la vez sosegada, como si la falta de aire fuese un problema admisible y hasta digno. Tuerce pocas veces el rostro a los costados –lo tiene recto como un capricho–, salvo para saludar, para secarse la cara con la toallita celeste o para invitarnos un mate a la pasada. Adiós Don Eligio, dice Atanasio, empujando el carrito de helados calle arriba, jugando con el escarbadientes que lleva entre los labios; Cómo anda Don Morel, saludos a Doña Alba, Roberto y el gesto sincero, la renguera de nacimiento, sus grasientos bollos de guayaba en una canasta de mimbre.
Don Eligio Morel: el gusano amarillo del tranvía desciende por Padre Cardozo, chispea en las esquinas, ante sus ojos marrones, pequeños y ausentes, se arrastra calle abajo rumbo a la parada final, frente a la iglesia vieja, donde las vías desaparecen masticadas, engullidas por el asfalto. Don Morel: las criaturas en bicicleta rozándole la espalda, rompiéndole el oído con sus gritos y sus risas. El viento norte, a pesar de su aliento ardoroso y deprimente, arranca un grato perfume de jazmines del patio vecino. Pasa Venancio el chipero en su destartalado Ford Fiesta, con el altoparlante clavado al techo y la ruidosa oferta de chipa so´o a dos por uno. Mientras los autos circulan con moderación por aquellas cuadras, los colectivos bajan y suben furiosos en sus rondas definitivas, exhalando una humareda negra y malolienta. Algunos ancianos empiezan su caminata rumbo a la plaza, escoltados por la sombra de los mangales, por esas manchas que se arrastran y trajinan veredas a medida que sucumbe la jornada; así se desplazan los viejos, impulsados por una misteriosa y tenue necesidad, deseosos de alimentar a las palomas, de escuchar el inmortal e invisible coro de las cigarras, procurando pelearle al destino la ganancia de un metro de calle.
A las siete menos diez, surge el repicar de las inmóviles campanas de la Iglesia de Las Mercedes –una grabación aguda e irritante que se expande por el barrio, una tortura que lastima no sólo a los tímpanos, sino también a nuestras conciencias. Empieza a obscurecer. Los mosquitos atacan con vuelos rasantes. Baja un poco la temperatura. La humedad persiste como un arpegio improvisado. Al par de los primeros rezos en la misa, Don Morel siente una palmada en el hombro y escucha un cansino comentario. Don Eligio Morel: el fatigado semblante de su hijo, el fingido buen humor de Eulalio después de doce horas de repartos y cobranzas; la bolsa del supermercado con una petaca de caña, pan trincha, mortadela y queso. Don Morel: la sonrisa frágil; el temblor en una mejilla; la boca apenas abierta pero lo suficiente como para delatar la falta de un canino; los años sin trabajo; las fugaces imágenes del último empleo: bandejas, propinas, mesas sucias y trapos húmedos, las puteadas del administrador, los pases de magia para llegar a fin de mes. Después de dos mates, Eulalio finge estar apurado y se mete en la casa. A eso le siguen el griterío de sus hijos y el retumbo de sus corridas. A eso le siguen los histéricos reproches de Luz, la nuera de Don Morel, y la discusión terrible, y también los portazos, y también el llanto de los nietos, y los quejidos en sordina de doña Alba: la celebración del rito, la repetición del ceremonial, la liturgia hogareña. Después, lentamente, retorna el silencio negro e insípido, un vacío que todo lo captura, que todo lo traga; después, vuelve una vez más la soledad en la vereda, el puesto crepuscular, la gente que va de aquí para allá, el latido de rostros ocultos, el pálpito y el sentir, los movimientos orgánicos del barrio.
De lunes a lunes, Don Eligio Morel cumple su rutina. Predecible y repetido, de lunes a lunes presencia cómo la vida le pasa, pasa y pasa por enfrente, ardiendo sin resistencia en aquel secreto calor que va secando el cauce de sus años. Don Eligio Morel: la jubilación miserable; el odio a los hospitales; el terror a los usureros; el dulce de batata a escondidas; las pesadillas de bandejas llenas cayéndose sobre los clientes. Don Morel: el peso inconmensurable de las tardes; la quietud de piedra; el perfume sin encanto de la memoria. Allí le vemos y le vamos a seguir viendo, sin saber jamás qué existe en su interior o qué dejó de existir. ¿Estará observando el mundo que le acorrala o que le ignora? ¿Estará escarbando en un ayer tristemente confuso o terriblemente simple?
Esa imagen tenemos de Don Eligio Morel, todos los atardeceres, lejos y presente, distante y demasiado cercano: el mundo gira en torno a un eje inerte y sin esperanza. Todos, íntimamente, sospechamos que aquel hombre podría ser un sendero común. Todos, en silencio, intuimos que alguna vez ese señor podríamos ser nosotros. Quizá mirar al costado, ignorar, o pensar en otra cosa sea sólo el principio. Acaso ésas sean las señales de que ya estamos construyendo nuestras tardes, la vida que nos va a pasar por enfrente, el momento justo para esperar con resignación lo que reste de la jornada: el breve refugio de la noche.
Se enciende el alumbrado público. Una iluminación soñolienta y dorada va derramándose en las esquinas, extendiéndose sobre calles y veredas, trepando murallas, empujando la penumbra. En ese momento, Don Eligio Morel se para y toma el último tereré, para echar después el agua al pie de uno de los chivatos del lugar y poner la guampa dentro de la jarra. Apaga la radio, metiéndola en el bolsillo de su pantaloncito. Arroja el espiral. Coloca la botella detrás de la muralla de su chalet y, llevando la silla en una mano –y la jarra en la otra–, ingresa lenta y apaciblemente en su casa. Tiene hambre. Está cansado. Después de la cena ya no le van a quedar fuerzas para mirar la televisión ni para escuchar la radio, solamente para dormir.
Fin
LIBRO: NOBIS – (2007)
FONDO NACIONAL DE LA CULTURA Y LAS ARTES
ISBN 978-99953-35-05-2
Não sou nada
Nunca serei nada
Não posso querer ser nada
À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo
Álvaro de Campos
Don Morel: la cara rechoncha y sudada; cada vez más gordo, cada vez más pesado en su andar; una camisilla blanca apretándole la enorme panza; el pantaloncito marrón dejando escapar las piernas flacas y venosas. Don Eligio Morel: sandalias de cuero, uñas largas y callos; sobre el hombro la toallita celeste; en el pecho un crucifijo de plata que carga desde su primera comunión, hará sesenta años.
Como es costumbre en el barrio Las Mercedes, el hombre se instala todas las tardecitas en la vereda de su casa. Invariablemente, poco antes de las seis, se le ve sentado en una silla de cables azules, tomando tereré en guampa de palosanto, escuchando radio, participando modestamente del final de la jornada. A su derecha, el agua helada en una jarra amarilla de plástico con asa rota; del otro lado, la última espiral de la tarde humea desde una botella verde y vacía; en su regazo chilla la radio a pilas sin antena que le compró a Don Amancio el zapatero, el año en que Cerro salió campeón después de una década.
Don Morel: Padre Cardozo va llenándose pasajeramente, tanto de la gente que vuelve del trabajo, como de las personas que, espantadas por el calor, van saliendo de la guarida de sombra de sus viviendas; el sol se destiñe en el horizonte del barrio, pintando de naranja y aloque techados y árboles, derritiéndose en la brumosa silueta de la ribera, allá, donde se extiende el trecho final de la ciudad, donde muere Asunción y empieza el río.
Don Eligio Morel: chalet de muralla baja y blanca, maculada por el moho; planteras vacías y rejas herrumbradas. Don Morel: los limoneros irguiéndose en un jardín habitado por duendes de barro y por papagayos de plástico. Más allá de las tejas se asoma la impenetrable copa de los mangos, el enredo de cables negros, la venerable silueta de un lapacho. En aquel patio estará su esposa, recogiendo la ropa puesta a secar, sufriendo los achaques en la espalda, la rebeldía de las várices, la pereza indiferente de una nuera cansada y apática, el quilombo de los nietos corriendo por todas partes. Allí estará Doña Alba, y esa tos seca que angustia a medio mundo, la tonelada de tela que seguro tendrá que bordar para el día siguiente, el número de la quiniela vespertina dando vueltas alrededor de sus anhelos.
Don Morel: su puesto crepuscular, la radio y las voces de AM, aquel volumen chillón y porfiado, cualquier programa de noticias, entrevistas a políticos mechadas con alguna polca, la grabación de los goles del domingo, llamado de oyentes, publicidades molestas, la insoportable estática. Don Eligio Morel: el hombre sentado, sin recostarse, cebando prolijamente su tereré con limón –la yerba amarga, bien fuerte–, saludando al barrio con una mecánica inclinación de cabeza, chupando con fuerza la bombilla; algún bostezo de tanto en tanto, la mano derecha que, súbita y fugazmente, refriega la cara. A pesar de verse tranquilo, muestra siempre el ceño arrugado, la boca semiabierta, una respiración laboriosa y a la vez sosegada, como si la falta de aire fuese un problema admisible y hasta digno. Tuerce pocas veces el rostro a los costados –lo tiene recto como un capricho–, salvo para saludar, para secarse la cara con la toallita celeste o para invitarnos un mate a la pasada. Adiós Don Eligio, dice Atanasio, empujando el carrito de helados calle arriba, jugando con el escarbadientes que lleva entre los labios; Cómo anda Don Morel, saludos a Doña Alba, Roberto y el gesto sincero, la renguera de nacimiento, sus grasientos bollos de guayaba en una canasta de mimbre.
Don Eligio Morel: el gusano amarillo del tranvía desciende por Padre Cardozo, chispea en las esquinas, ante sus ojos marrones, pequeños y ausentes, se arrastra calle abajo rumbo a la parada final, frente a la iglesia vieja, donde las vías desaparecen masticadas, engullidas por el asfalto. Don Morel: las criaturas en bicicleta rozándole la espalda, rompiéndole el oído con sus gritos y sus risas. El viento norte, a pesar de su aliento ardoroso y deprimente, arranca un grato perfume de jazmines del patio vecino. Pasa Venancio el chipero en su destartalado Ford Fiesta, con el altoparlante clavado al techo y la ruidosa oferta de chipa so´o a dos por uno. Mientras los autos circulan con moderación por aquellas cuadras, los colectivos bajan y suben furiosos en sus rondas definitivas, exhalando una humareda negra y malolienta. Algunos ancianos empiezan su caminata rumbo a la plaza, escoltados por la sombra de los mangales, por esas manchas que se arrastran y trajinan veredas a medida que sucumbe la jornada; así se desplazan los viejos, impulsados por una misteriosa y tenue necesidad, deseosos de alimentar a las palomas, de escuchar el inmortal e invisible coro de las cigarras, procurando pelearle al destino la ganancia de un metro de calle.
A las siete menos diez, surge el repicar de las inmóviles campanas de la Iglesia de Las Mercedes –una grabación aguda e irritante que se expande por el barrio, una tortura que lastima no sólo a los tímpanos, sino también a nuestras conciencias. Empieza a obscurecer. Los mosquitos atacan con vuelos rasantes. Baja un poco la temperatura. La humedad persiste como un arpegio improvisado. Al par de los primeros rezos en la misa, Don Morel siente una palmada en el hombro y escucha un cansino comentario. Don Eligio Morel: el fatigado semblante de su hijo, el fingido buen humor de Eulalio después de doce horas de repartos y cobranzas; la bolsa del supermercado con una petaca de caña, pan trincha, mortadela y queso. Don Morel: la sonrisa frágil; el temblor en una mejilla; la boca apenas abierta pero lo suficiente como para delatar la falta de un canino; los años sin trabajo; las fugaces imágenes del último empleo: bandejas, propinas, mesas sucias y trapos húmedos, las puteadas del administrador, los pases de magia para llegar a fin de mes. Después de dos mates, Eulalio finge estar apurado y se mete en la casa. A eso le siguen el griterío de sus hijos y el retumbo de sus corridas. A eso le siguen los histéricos reproches de Luz, la nuera de Don Morel, y la discusión terrible, y también los portazos, y también el llanto de los nietos, y los quejidos en sordina de doña Alba: la celebración del rito, la repetición del ceremonial, la liturgia hogareña. Después, lentamente, retorna el silencio negro e insípido, un vacío que todo lo captura, que todo lo traga; después, vuelve una vez más la soledad en la vereda, el puesto crepuscular, la gente que va de aquí para allá, el latido de rostros ocultos, el pálpito y el sentir, los movimientos orgánicos del barrio.
De lunes a lunes, Don Eligio Morel cumple su rutina. Predecible y repetido, de lunes a lunes presencia cómo la vida le pasa, pasa y pasa por enfrente, ardiendo sin resistencia en aquel secreto calor que va secando el cauce de sus años. Don Eligio Morel: la jubilación miserable; el odio a los hospitales; el terror a los usureros; el dulce de batata a escondidas; las pesadillas de bandejas llenas cayéndose sobre los clientes. Don Morel: el peso inconmensurable de las tardes; la quietud de piedra; el perfume sin encanto de la memoria. Allí le vemos y le vamos a seguir viendo, sin saber jamás qué existe en su interior o qué dejó de existir. ¿Estará observando el mundo que le acorrala o que le ignora? ¿Estará escarbando en un ayer tristemente confuso o terriblemente simple?
Esa imagen tenemos de Don Eligio Morel, todos los atardeceres, lejos y presente, distante y demasiado cercano: el mundo gira en torno a un eje inerte y sin esperanza. Todos, íntimamente, sospechamos que aquel hombre podría ser un sendero común. Todos, en silencio, intuimos que alguna vez ese señor podríamos ser nosotros. Quizá mirar al costado, ignorar, o pensar en otra cosa sea sólo el principio. Acaso ésas sean las señales de que ya estamos construyendo nuestras tardes, la vida que nos va a pasar por enfrente, el momento justo para esperar con resignación lo que reste de la jornada: el breve refugio de la noche.
Se enciende el alumbrado público. Una iluminación soñolienta y dorada va derramándose en las esquinas, extendiéndose sobre calles y veredas, trepando murallas, empujando la penumbra. En ese momento, Don Eligio Morel se para y toma el último tereré, para echar después el agua al pie de uno de los chivatos del lugar y poner la guampa dentro de la jarra. Apaga la radio, metiéndola en el bolsillo de su pantaloncito. Arroja el espiral. Coloca la botella detrás de la muralla de su chalet y, llevando la silla en una mano –y la jarra en la otra–, ingresa lenta y apaciblemente en su casa. Tiene hambre. Está cansado. Después de la cena ya no le van a quedar fuerzas para mirar la televisión ni para escuchar la radio, solamente para dormir.
Fin
¡Saludos!
Desconozco los fundamentos universales para crear un blog. Espero ir descubriéndolos en la brevedad posible.
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