Los pasares, Juan Ramírez Biedermann
LIBRO: NOBIS – (2007)
FONDO NACIONAL DE LA CULTURA Y LAS ARTES
ISBN 978-99953-35-05-2
Não sou nada
Nunca serei nada
Não posso querer ser nada
À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo
Álvaro de Campos
Don Morel: la cara rechoncha y sudada; cada vez más gordo, cada vez más pesado en su andar; una camisilla blanca apretándole la enorme panza; el pantaloncito marrón dejando escapar las piernas flacas y venosas. Don Eligio Morel: sandalias de cuero, uñas largas y callos; sobre el hombro la toallita celeste; en el pecho un crucifijo de plata que carga desde su primera comunión, hará sesenta años.
Como es costumbre en el barrio Las Mercedes, el hombre se instala todas las tardecitas en la vereda de su casa. Invariablemente, poco antes de las seis, se le ve sentado en una silla de cables azules, tomando tereré en guampa de palosanto, escuchando radio, participando modestamente del final de la jornada. A su derecha, el agua helada en una jarra amarilla de plástico con asa rota; del otro lado, la última espiral de la tarde humea desde una botella verde y vacía; en su regazo chilla la radio a pilas sin antena que le compró a Don Amancio el zapatero, el año en que Cerro salió campeón después de una década.
Don Morel: Padre Cardozo va llenándose pasajeramente, tanto de la gente que vuelve del trabajo, como de las personas que, espantadas por el calor, van saliendo de la guarida de sombra de sus viviendas; el sol se destiñe en el horizonte del barrio, pintando de naranja y aloque techados y árboles, derritiéndose en la brumosa silueta de la ribera, allá, donde se extiende el trecho final de la ciudad, donde muere Asunción y empieza el río.
Don Eligio Morel: chalet de muralla baja y blanca, maculada por el moho; planteras vacías y rejas herrumbradas. Don Morel: los limoneros irguiéndose en un jardín habitado por duendes de barro y por papagayos de plástico. Más allá de las tejas se asoma la impenetrable copa de los mangos, el enredo de cables negros, la venerable silueta de un lapacho. En aquel patio estará su esposa, recogiendo la ropa puesta a secar, sufriendo los achaques en la espalda, la rebeldía de las várices, la pereza indiferente de una nuera cansada y apática, el quilombo de los nietos corriendo por todas partes. Allí estará Doña Alba, y esa tos seca que angustia a medio mundo, la tonelada de tela que seguro tendrá que bordar para el día siguiente, el número de la quiniela vespertina dando vueltas alrededor de sus anhelos.
Don Morel: su puesto crepuscular, la radio y las voces de AM, aquel volumen chillón y porfiado, cualquier programa de noticias, entrevistas a políticos mechadas con alguna polca, la grabación de los goles del domingo, llamado de oyentes, publicidades molestas, la insoportable estática. Don Eligio Morel: el hombre sentado, sin recostarse, cebando prolijamente su tereré con limón –la yerba amarga, bien fuerte–, saludando al barrio con una mecánica inclinación de cabeza, chupando con fuerza la bombilla; algún bostezo de tanto en tanto, la mano derecha que, súbita y fugazmente, refriega la cara. A pesar de verse tranquilo, muestra siempre el ceño arrugado, la boca semiabierta, una respiración laboriosa y a la vez sosegada, como si la falta de aire fuese un problema admisible y hasta digno. Tuerce pocas veces el rostro a los costados –lo tiene recto como un capricho–, salvo para saludar, para secarse la cara con la toallita celeste o para invitarnos un mate a la pasada. Adiós Don Eligio, dice Atanasio, empujando el carrito de helados calle arriba, jugando con el escarbadientes que lleva entre los labios; Cómo anda Don Morel, saludos a Doña Alba, Roberto y el gesto sincero, la renguera de nacimiento, sus grasientos bollos de guayaba en una canasta de mimbre.
Don Eligio Morel: el gusano amarillo del tranvía desciende por Padre Cardozo, chispea en las esquinas, ante sus ojos marrones, pequeños y ausentes, se arrastra calle abajo rumbo a la parada final, frente a la iglesia vieja, donde las vías desaparecen masticadas, engullidas por el asfalto. Don Morel: las criaturas en bicicleta rozándole la espalda, rompiéndole el oído con sus gritos y sus risas. El viento norte, a pesar de su aliento ardoroso y deprimente, arranca un grato perfume de jazmines del patio vecino. Pasa Venancio el chipero en su destartalado Ford Fiesta, con el altoparlante clavado al techo y la ruidosa oferta de chipa so´o a dos por uno. Mientras los autos circulan con moderación por aquellas cuadras, los colectivos bajan y suben furiosos en sus rondas definitivas, exhalando una humareda negra y malolienta. Algunos ancianos empiezan su caminata rumbo a la plaza, escoltados por la sombra de los mangales, por esas manchas que se arrastran y trajinan veredas a medida que sucumbe la jornada; así se desplazan los viejos, impulsados por una misteriosa y tenue necesidad, deseosos de alimentar a las palomas, de escuchar el inmortal e invisible coro de las cigarras, procurando pelearle al destino la ganancia de un metro de calle.
A las siete menos diez, surge el repicar de las inmóviles campanas de la Iglesia de Las Mercedes –una grabación aguda e irritante que se expande por el barrio, una tortura que lastima no sólo a los tímpanos, sino también a nuestras conciencias. Empieza a obscurecer. Los mosquitos atacan con vuelos rasantes. Baja un poco la temperatura. La humedad persiste como un arpegio improvisado. Al par de los primeros rezos en la misa, Don Morel siente una palmada en el hombro y escucha un cansino comentario. Don Eligio Morel: el fatigado semblante de su hijo, el fingido buen humor de Eulalio después de doce horas de repartos y cobranzas; la bolsa del supermercado con una petaca de caña, pan trincha, mortadela y queso. Don Morel: la sonrisa frágil; el temblor en una mejilla; la boca apenas abierta pero lo suficiente como para delatar la falta de un canino; los años sin trabajo; las fugaces imágenes del último empleo: bandejas, propinas, mesas sucias y trapos húmedos, las puteadas del administrador, los pases de magia para llegar a fin de mes. Después de dos mates, Eulalio finge estar apurado y se mete en la casa. A eso le siguen el griterío de sus hijos y el retumbo de sus corridas. A eso le siguen los histéricos reproches de Luz, la nuera de Don Morel, y la discusión terrible, y también los portazos, y también el llanto de los nietos, y los quejidos en sordina de doña Alba: la celebración del rito, la repetición del ceremonial, la liturgia hogareña. Después, lentamente, retorna el silencio negro e insípido, un vacío que todo lo captura, que todo lo traga; después, vuelve una vez más la soledad en la vereda, el puesto crepuscular, la gente que va de aquí para allá, el latido de rostros ocultos, el pálpito y el sentir, los movimientos orgánicos del barrio.
De lunes a lunes, Don Eligio Morel cumple su rutina. Predecible y repetido, de lunes a lunes presencia cómo la vida le pasa, pasa y pasa por enfrente, ardiendo sin resistencia en aquel secreto calor que va secando el cauce de sus años. Don Eligio Morel: la jubilación miserable; el odio a los hospitales; el terror a los usureros; el dulce de batata a escondidas; las pesadillas de bandejas llenas cayéndose sobre los clientes. Don Morel: el peso inconmensurable de las tardes; la quietud de piedra; el perfume sin encanto de la memoria. Allí le vemos y le vamos a seguir viendo, sin saber jamás qué existe en su interior o qué dejó de existir. ¿Estará observando el mundo que le acorrala o que le ignora? ¿Estará escarbando en un ayer tristemente confuso o terriblemente simple?
Esa imagen tenemos de Don Eligio Morel, todos los atardeceres, lejos y presente, distante y demasiado cercano: el mundo gira en torno a un eje inerte y sin esperanza. Todos, íntimamente, sospechamos que aquel hombre podría ser un sendero común. Todos, en silencio, intuimos que alguna vez ese señor podríamos ser nosotros. Quizá mirar al costado, ignorar, o pensar en otra cosa sea sólo el principio. Acaso ésas sean las señales de que ya estamos construyendo nuestras tardes, la vida que nos va a pasar por enfrente, el momento justo para esperar con resignación lo que reste de la jornada: el breve refugio de la noche.
Se enciende el alumbrado público. Una iluminación soñolienta y dorada va derramándose en las esquinas, extendiéndose sobre calles y veredas, trepando murallas, empujando la penumbra. En ese momento, Don Eligio Morel se para y toma el último tereré, para echar después el agua al pie de uno de los chivatos del lugar y poner la guampa dentro de la jarra. Apaga la radio, metiéndola en el bolsillo de su pantaloncito. Arroja el espiral. Coloca la botella detrás de la muralla de su chalet y, llevando la silla en una mano –y la jarra en la otra–, ingresa lenta y apaciblemente en su casa. Tiene hambre. Está cansado. Después de la cena ya no le van a quedar fuerzas para mirar la televisión ni para escuchar la radio, solamente para dormir.
Fin
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