jueves, 17 de diciembre de 2009

Cobertura de prensa de la edición

PRENSA DE LA ASAMBLEA (Clik en los links):
Entrevista con Salvador Luis sobre la Asamblea, por Solange Rodríguez Pappe (Ecuador)
Asamblea portátil en Literaturas.com
Nueva antología iberoamericana de cuentos - Red Literaria Peruana
Una Asamblea Portátil - Cecilia Eudave (México)
Una asamblea en Guadalajara - Alberto Chimal (México)
Nueva antología - Katya Adaui (Perú)
Entrevista a Salvador Luis en Ecdótica (Bolivia)
The art of fiction - Asamblea portátil (Estados Unidos)

blog oficial: www.asambleaportatil.blogspot.com

Asamblea Portatil en Editorial Casatomada - Lima, Perú

Los veinticinco narradores de este muestrario iberoamericano –modernos para algunos, posmodernos para otros– irrumpen en la literatura de nuestros países a través de una crisis ideológica que amplía sus decisiones estéticas. Atendiendo a las vanguardias históricas, al Boom y Post-Boom y los McOndos y Kronens, así como a la baja y alta cultura en todas las disciplinas (navengando entre la Mona Lisa y el iPod), los autores más recientes utilizan un sampling que los libera de la carga social impuesta a sus antecesores para crear un panorama más diverso, sin limitarse solamente al estereotipo del país bananero, el dictador corrupto o la miseria que se resuelve con magia. Iberoamérica se transforma en la casa de lo ecléctico, y los autores de hoy, cada uno desde sus fijaciones y dilemas, nos muestran más de una rostro en un mundo que algunos no han dudado en llamar el mundo del afterpop."

Son 25 escritores: - Juan Ramírez Biedermann (Paraguay, 1976) - Samuel Solleiro (España, 1982) - Rodrigo Fuentes (Guatemala, 1984) - Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976) - Juan Sebastián Cárdenas (Colombia, 1978) - Mónica Belevan (Perú, 1982) - Jorge Enrique Lage (Cuba, 1979) - Fernanda Trías (Uruguay, 1976) - Miguel Antonio Chávez (Ecuador, 1979) - Rodrigo Hasbún (Bolivia, 1981) - Federico Falco (Argentina, 1977) - Mayra Luna (México, 1974) - Diego Trelles Paz (Perú, 1977) - Lara Moreno (España, 1978) - Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela, 1981) - Katya Adaui Sicheri (Perú, 1977) - Diego Zúñiga Henríquez (Chile, 1987) - Leonardo Cabrera (Uruguay, 1978) - Elvira Navarro (España, 1978) - Maximiliano Matayoshi (Argentina, 1979) - Gabriel Rimachi Sialer (Perú, 1974) - Mauricio Salvador (México, 1979) - Claudia Apablaza (Chile, 1978) - Samanta Schweblin (Argentina, 1978) - Michel Encinosa Fú (Cuba, 1974)

Todos ellos han sido empacados, gracias a la Editorial Casatomada, de Perú.

viernes, 16 de octubre de 2009

Asamblea Portátil - Editorial Casatomada - Presentación en Feria del Libro de Guadalajara

En el mes de noviembre, la editorial que dirige Gabriel Rimachi, Casatomada, va a lanzar una antología de nueva narrativa iberoamericana, ASAMBLEA PORTATIL, la cual ha sido preparada por Salvador Luis, director de la página virtual de literatura, Los Noveles, y que además será presentada en la Feria del Libro de Guadalajara.

"Los pasares" en Asamblea Portatil - Colección de cuentos

Y para terminar, una pregunta picante: Veo en la lista a autores con cierta trayectoria como el caso de Diego Trelles y Samanta Schweblin, y autores de reciente difusión, ¿cómo se logro conjugar los “egos” de ambos tipos de escritores para aparecer unos junto a otros?

Felizmente no hemos tenido ningún problema de egos. Con muchos de los autores tengo relaciones que van más allá de una antología, y aún con los que no tenía contacto previo me he llevado muy bien. En esta compilación hay chicos que participaron en Bogotá 39, como el boliviano Rodrigo Hasbún y el venezolano Rodrigo Blanco Calderón, tienes también una narradora con mucha proyección en España como Elvira Navarro, de quien Enrique Vila-Matas ha hablado maravillas públicamente. Está Mayra Luna, mexicana, reconocida por sus compatriotas como una de las escritoras más interesantes de su generación. Hay, desde luego, personajes menos difundidos, pero en eso me baso para poner en marcha proyectos como este. Yo en realidad suelo pensar en los autores que vendrán mañana porque esa ha sido mi fijación desde que fundé mi revista. Recuerdo que en un email de hace unos años dedicado a Los Noveles Edmundo Paz Soldán me dijo que yo solía estar “ahead of the curve”, al menos en lo que respecta a la recopilación literaria. No lo niego porque siempre me han interesado los autores últimos, es algo que me trae muchas satisfacciones, la promoción y difusión de artistas emergentes, y Asamblea portátil es parte de esa especie de filosofía de vida. Me gusta curiosear y que otras personas curioseen. Diego y Samanta no son los únicos en este libro que tienen carreritas encaminadas; Samuel Solleiro y Juan Sebastián Cárdenas andan muy bien, y hay que leer más uruguayos como Fernanda Trías y Leonardo Cabrera, y la española Lara Moreno que tiene una prosa redonda. El menor de la antología, Diego Zúñiga Henríquez, un chileno muy joven, dale tres años más y nos sorprende con una novela corta de las que merecen la pena. Podría seguir, y quizá no mencioné a todos, pero creo que la selección es bastante diversa y al mismo tiempo muy representativa de los tiempos que corren. Los dos chicos cubanos que están en libro, por ejemplo, ambos son muy recomendables y muy “actuales”. Eso de “actuales” no sonó muy bien, pero suena. Y a pesar de ese enfoque tan moderno que se le puede imputar a la antología, creo que no hemos obviado textos de estilo más tradicional, ahí tienes una pieza como Los pasares, del paraguayo Juan Ramírez Biedermann, ese cuento es neorrealista, muy bello, me recuerda bastante a Ribeyro. Y el cuento de Gabriel Rimachi, también, con esos cierres existenciales de antaño.

martes, 22 de septiembre de 2009

Estamos a un par de días del acústico de SABAOTH, con el peso de las interminables tareas por realizar en pos de dar un buen show. Hemos trabajado seis meses en este recital, empezando desde cero. Prácticamente hemos vuelto a componer canciones, embelleciéndolas, desfigurándolas, tratando de que el corpus del concierto tenga una identidad propia. Veremos qué resultado obtenemos.

martes, 11 de agosto de 2009

Actas del Cabildo de la Asunción 1822-1824

El viernes 07 de agosto de 2009, se ha publicado el primer libro de la BIBLIOTECA DEL BICENTENARIO de la Comisión Nacional de Conmemoración del Bicentenario de la Intendependencia del Paraguay. Me tocó en suerte, junto con Don Carlos Villagra Marsal, estar al cuidado de la Edición del texto que reune los Libros Capitulares de los tres últimos años del Cabildo, bajo la Dictadura Suprema de José Gaspar Rodríguez de Francia.

viernes, 17 de abril de 2009

Los inquilinos - NOBIS


Los inquilinos, Juan Ramírez Biedermann
LIBRO: NOBIS – (2007)
FONDO NACIONAL DE LA CULTURA Y LAS ARTES
ISBN 978-99953-35-05-2


Al buscar el olvido, trataban de recordar
William P. Blatty

Sobre Valois Rivarola, a media cuadra de Padre Cardozo y cerca de la iglesia de Las Mercedes, en el lugar donde funcionaba el recordado inquilinato de Don Antonio Yugovich, vivió por cuarenta días el Ángel de la Muerte.
La historia es tan cierta como nuestro dispar sentir ante ella. Algunos dicen desconocerla, ya sea por vergüenza, por indignación, o por una indiferencia que borraría cualquier tipo de culpa. Otros –los que amontonan con o sin razón una pesada carga sobre sus mentes– siguen repitiéndola en el interior de hogares mercedeños; susurros encendidos y temerosos, palabras que se pronuncian, no sin angustia, de tanto en tanto.
Ignoramos la existencia de versiones oficiales o registros que confirmen la presencia del médico alemán en el barrio. Ya pasó demasiado como para elevar preguntas que no tendrán respuestas. Quizá la única prueba documental de su estancia entre nosotros esté guardada en esa infranqueable caja fuerte que poseía Don Yugovich, cuya combinación fue solemnemente llevada al cementerio de la Recoleta por aquel anciano tenue, gentil e impredecible. Sabíamos que en aquel recipiente incrustado en la pared de su habitación, al final de las jornadas, Don Antonio guardaba todo lo que habría considerado única y absolutamente suyo: el lente de sol con montura dorada, la pipa color caoba, la dentadura postiza, y una pila de contratos de una carilla que Don Yugovich hizo firmar a los que durmieron bajo su techo aunque sea por una velada. Acaso entre aquellos papeles podríamos encontrar alguna información sobre el inquilino que habitó en absoluta soledad, por más de un mes, la pieza 08, la que estaba junto a la cocina, en diagonal con un pozo artesiano tapiado hacía años, usado como plataforma para planteras rotas y cántaros vacíos. Sabemos que Gloria Yugovich, la única hija de Don Antonio, modista que todavía reside en Las Mercedes, guarda la caja fuerte en algún recoveco de su casa de la calle Teniente Ruiz. Ella asegura que jamás violaría la memoria de su padre, abriendo algo que él cerró para siempre. Con eso, como nos ocurre en demasiadas ocasiones, se extingue la única esperanza de mostrar a la gente una de las tantas verdades del barrio; algo que nos permita delinear, aunque sea por un instante, las borroneadas facciones de nuestro rostro.
El inquilinato era una casona de ajustada fachada, pero de profundidad importante. Su comedido frente estaba únicamente exornado por un majestuoso árbol de mango, cuya consistente sombra perduraba durante gran parte del día. La murallita blanca que daba la cara a la calle lucía cubierta por los verduscos garabatos del moho. No tenía rejas. El breve espacio de su entrada se partía en dos por un camino de grises lajas quebradas, sendero siempre cubierto por hojas glaucas y marrones, todas muertas, todas pudriéndose sobre aquel paseo que culminaba en un portón hecho de listones de madera, y tachonado con clavos herrumbrados y excesivamente grandes. Más allá del portón se abría el extenso pasillo, a cuyos costados, perfectamente dispuestas una frente a otra, las desvencijadas puertas de las doce piezas para huéspedes se miraban incesantemente. En el fondo estaba un cuadrilátero atiborrado de naranjos, limoneros y guayabos, en donde los huúespedes se ponían a hablar de todo un poco mientras tomaban tereré y colgaban la ropa para secar. Aquel patio –amplio y modesto como todo el inmueble– trascendía las postrimerías de Las Mercedes y daba unos pasos sobre el terreno baldío que se extiende a espaldas del Club Libertad, alcanzando así los primeros metros del barrio Tuyucuá, trecho de ciudad donde el terreno empieza a declinar y desciende gradual y definitivamente hasta sumergirse en el río Paraguay.
El inquilinato, antes de ser derrumbado, tuvo una agonía que se extendió a lo largo de la primera mitad de los noventa. En aquella década, los tranvías aún bajaban por Padre Cardozo hasta su parada final, frente al templo viejo; la canchita de arena de la iglesia no contaba con lumínica, y servía como estacionamiento para la misa de siete. Por aquel entonces, el lugar donde ahora está la plaza no era más que un terreno habitado por una infinidad de árboles, en cuyo extremo, del lado de la avenida General Santos, se había cementado una especie de explanada en donde todas las mañanas se montaba la feria de frutas y verduras del barrio. Por esos días, ya casi no quedaban empedrados, sólo el de Cusmanich, que –sinuoso y cubierto a tramos por lapachos y chivatos– se metía en el callejón sin salida Elvira Báez, para morir con elegancia en la cuadra que alberga, hasta hoy, las mansiones lujosas de Las Mercedes.
Sí, verdaderamente fue una agonía. La mañana que sorpresivamente clavaron un cartel delante del lugar, anunciando la futura construcción de una torre de quince pisos para departamentos, a todos nos afectó hondamente esa condena de muerte. Nuestra primera reacción fue de incredulidad: jamás hubiéramos podido creer o aceptar que una reliquia fuera arrancada de nuestras posesiones sin aviso o consulta previa. Parecía algo no sólo indebido, sino hasta autoritario. Después, ya resignados, tuvimos que admitir el hecho (acaso el primero de otros tantos que marcarían el inicio de un irreversible periodo de cambios) y asimilar sus futuras consecuencias.
Se diría que sin intención, aquejados por esa bendita nostalgia que siempre nos ataca desde la nada, empezamos a recordar a los clientes que alguna vez pernoctaron bajo los deteriorados techos de Don Antonio: a los que se acercaron a nosotros; a los que menos contacto tuvieron con la gente; a los excéntricos y a los que incluso pasaron por sospechosos; a los que nada dijeron y a los que no callaron mucho. Pero en especial, nuestros padres y abuelos –ya que nosotros no los conocimos– evocaron la memoria de dos inquilinos: la de Josef Mengele, quien sólo fue visto un par de veces por pocas personas, y la del hombre que ocupó la pieza 08, años después del galeno nazi; aquel hombre de edad, alto y desgarbado, de modales y presencia distinguidos, de tez blanca y calva relumbrante y pecosa, que una tarde abandonó su casa ubicada en la calle Defensa Nacional, a media cuadra de la iglesia de Las Mercedes, y caminó por cinco minutos hasta llegar al inquilinato de Don Antonio. Se detuvo en la vereda de la casona, a un metro de Yugovich, y disculpándose por el atrevimiento, interrumpió su infaltable rito de mirar la tardecita derramándose sobre la calle Valois Rivarola. Sin muchos atavíos, con la mirada límpida, como arrastrada por el viento, con pocas palabras en la boca y un semblante disperso, Don Jeremías Goldman rogó que se le alquilara la pieza donde alguna vez pasó una temporada aquel alemán de apellido Gregor. Don Antonio Yugovich jura recordar cada segundo de ese encuentro. Primero, porque desde que la gente se enteró de que un nazi había dormido entre las cuatro paredes de la pieza 08, nadie volvió a pasar una noche allí. Segundo, porque sabiamente intuía que aquel asunto guardaba algo pendiente. Don Jeremías pagó por adelantado la pensión y se metió a la pieza 08 un nueve de febrero a la tarde, mientras el sol, teñido de aloque y carmesí, se derretía en la brumosa ribera del río, allá, donde muere Asunción y empieza el agua.
¿Qué sabemos de todo esto? No mucho. Dicen que un barco llamado el North King atracó en Buenos Aires en 1949. Entre sus pasajeros figuraba un tal Helmut Gregor. En la más parca de las soledades, quizá algo atribulado, pero de seguro con cierto alivio en las entrañas, ya que habría dado por hecho que la cacería de los criminales de la SS no le daría alcance en estas tierras sureñas tan lejanas y desconocidas, Josef Mengele arribó a la Argentina.
Poco después, una vez acomodado en la doliente calma de algún barrio porteño (acaso Olivos o Vicente López), Mengele se inscribiría en la guía telefónica de Buenos Aires con su nombre verdadero, e iniciaría un periodo mayormente desprovisto de quebrantos. Cuentan que en ese tiempo volvió a casarse, y que su parentela, en especial sus ascendientes, empezaron a enviarle dinero desde su tierra natal. En los cincuenta, el alemán pasó por una prosperidad económica que nunca hubiese imaginado después de la caída del Tercer Reich. Llegó a ser socio de una firma farmacéutica y propietario de una fábrica de juguetes. Todo parecía perfecto, hasta que le informaron subrepticiamente que el gobierno argentino había recibido un pedido oficial de extradición (orden de detención decretada en 1959 por el Juzgado de Primera Instancia Nº 22 de Freiburg im Breisgau, a decir de un artículo que leímos hace poco). Ese día huyó de Buenos Aires. Al parecer, uno de sus informantes, Hans-Ulrich Rudel, ofició de nexo con el gobierno del Paraguay, convirtiéndose en el artífice de su furtivo traslado a Asunción.
De lo que escuchamos, se puede deducir que Mengele jamás superó aquel primer susto. Entendió que de ahí en más, sus perseguidores no se detendrían nunca: lo rastrearían tenaz e incansablemente. Quizá por ese motivo, su permanencia en el Paraguay estuvo marcada por el ritmo de una vida sencilla y casi frugal. Cuentan que pasó un tiempo en la calidez de una familia germana, radicada hacía años en el Paraguay. Pronto, optó por vivir solo. Cuando los medios de prensa del mundo informaron que los Nokmin judíos habían secuestrado a Adolf Eichmann, en plena calle Garibaldi de Buenos Aires, trasladándolo clandestinamente a Israel para ser juzgado, los temores del doctor se habrían vuelto insoportables, ya que ese día, sin aviso previo, correctamente trajeado, pagó su cuenta pendiente con Antonio Yugovich, agradeció cordialmente su amabilidad y, tomando un taxi, desapareció para siempre.
Al tercer día de su encierro total en la pieza 08, Jeremías Goldman se dejó ver mientras daba una caminata por el interior del inquilinato. Pálido, casi fantasmal, rogó a Doña Amalia, la cocinera del lugar, que le preparase un cocido con leche para el desayuno. Cuatro de sus cinco hijos, y dos de sus tantos nietos –todos sorprendidos con la decisión del hombre, todos desesperados e impotentes– se pasaron aquellas tres jornadas del otro lado de la puerta verde que tenía pintado en blanco un 08 en el extremo superior. Le rogaron a Don Jeremías, por turno o a coro, que volviera a su casa, que sus actos no tenían sentido, que estaba cometiendo una locura. Aquella mañana, vestido con una camisilla blanca, un pantaloncito caqui y una sandalia de cuero, Goldman se paró ante ellos en el patio de atrás, a la frágil sombra de un limonero, y les dijo en tono sosegado que había tomado una decisión, y que esperaba ser respetado. Los familiares juran que jamás explicó los fundamentos de tal resolución, pero que su semblante demostraba tanta fuerza, tanta convicción, que no pudieron más que aceptar el ruego.
Desde ese momento, y sobre todo en el primer mes, gente de lo más diversa fue llegando a la casona a visitar a Don Jeremías: parientes, amigos, personalidades, gente sencilla, mujeres jóvenes y ancianas, religiosos barbudos con gorros y rulos ensortijados, unos cuantos periodistas. Nadie pudo quitarle una palabra. Con suerte, se sentaban ante el silencio de Goldman que, ignorándoles, comiendo una guayaba o pelando un mango, se pasaba mirando hacia cualquier parte, como escudriñando el universo en el que ahora habitaba.
Don Antonio narra que después de aquel periodo lleno de tensiones, la situación fue apaciguándose y tomando un curso calmo y descolorido. Las visitas se hicieron cada vez más espaciadas e infrecuentes. En realidad, con los meses, el único que no faltó un solo día al inquilinato fue Jacobo Goldman, hijo menor de Don Jeremías. Mozo de buen corazón, según palabras de Don Antonio, pero de cerebro medio extraviado, Jacobo no pasaba de los treinta y, según sabemos, a diferencia de sus hermanos, jamás siguió carrera alguna ni se inmiscuyó en el laboratorio ni en el imperio comercial formado por Jeremías Goldman. Mientras Yugovich se acomodaba en la vereda del inquilinato, todas las tardecitas, celebrando uno de aquellos ritos inquebrantables de Las Mercedes, Jacobo se sentaba a su costado, en la murallita blanca, fumando algo de aroma extraño y dulzón, metiéndose en monólogos interminables acerca de su manera de ver la vida, de sus pensamientos, de sus innumerables tropiezos y, sobre todo, contando la historia del padre.
Así nos enteramos que en 1943, Jeremías Goldman fue llevado, junto con otras miles de personas, a Auschwitz-Birkenau. Allí, luego de pasar terribles jornadas de sed, hambre, calor y frío en el vagón de carga que los transportó al campo, una mañana de mayo, bien temprano, se bajó de un tren ruinoso. Absolutamente perdido, asustado por la tormenta de gritos, órdenes, golpes y ladridos que le cayó encima, trató de vislumbrar qué le podría deparar aquel paisaje amplio y resplandeciente que se imponía a su débil mirada; claridad apenas manchada por las verdes máculas de un enorme pastizal tragado por el firmamento, apenas marcada por el tono terroso de las construcciones que, lenta y soberbiamente, empezaban a adquirir forma ante sus ojos. Minutos después, integrando la fila masculina formada en una amplia rampa junto a las vías, Jeremías Goldman vio de lejos, al final de la hilera de gente, al oficial alemán que iniciaba el sumario procedimiento de inspección a los recién llegados. El hombre indicaba maquinalmente con un bastón quiénes debían ir a la izquierda y quiénes a la derecha. Al pararse frente al facultativo, el padre de Jacobo se encontró ante un hombre elegante, de porte distinguido, de gestos educados, casi aristocráticos, de semblante sereno y afable. Para su extrañeza, no era el típico germano rubio de ojos celestes, sino más bien un hombre trigueño, de pelo castaño oscuro y enigmáticos ojos de miel. Todo era armónico en aquel oficial, incluso la notoria separación existente entre sus incisivos. Luego de revisarlo de pies a cabeza, el alemán pronunció en su lengua la palabra “izquierda”. Después, según Jacobo, le miró a los ojos y sonrió levemente. Hacia allí fue Jeremías Goldman, junto con los demás hombres y mujeres que se encontraban aptos para los trabajos forzosos. Los que fueron enviados a la derecha –niños, ancianos, enfermos, discapacitados y mujeres embarazadas–, integraron el primer contingente mandado a las cámaras de gas.
Tiempo después, Jeremías Goldman, en la inconmensurable desolación del campo, tomaría razón de que el Ángel de la Muerte le había dado la vida.
Experimentos humanos, torturas, sufrimiento, muerte, Don Antonio Yugovich nunca terminó de horrorizarse ante las atrocidades cometidas por un inquilino suyo. No podía creer que aquel señor extranjero, tan correcto, tan educado, hubiera sido el autor de las monstruosidades narradas por Jacobo. Cuando corrió la noticia de que el Ángel de la Muerte estuvo en el Paraguay antes de huir al Brasil, los vecinos empezaron a tener sospechas. Los rumores se propagaron rápidamente. Algunos se apersonaron ante Don Yugovich consultando inquisitivamente sobre el tema. Don Antonio afirmó desde el principio una postura de lo más simple y concreta, le alquilé la pieza porque no sabía quién carajo era. Además, de esto como.
Jacobo Goldman repetía una y otra vez, como una especie de fórmula incompleta, que su padre llegó a Auschwitz-Birkenau el mismo mes en que se asignó a Mengele a dicho campo, y que increíblemente sobrevivió a los veintiún meses que el galeno nazi permaneció allí. En todo ese tiempo, Don Jeremías habrá visto y sufrido la despiadada muerte de su gente. En todo ese tiempo, se habrá enterado del infierno. Ésos eran los pensamientos de Jacobo, mientras fumaba uno de sus enrollados y miraba las ensangrentadas nubes de la tardecita. ¿Somos capaces de enfrentar el infierno?, preguntaba a nadie, ensimismado y ausente. ¿Podemos escapar del infierno?
Una mañana de octubre, Doña Amalia, sosteniendo una taza de cocido humeante, golpeó la puerta 08. Nadie respondió. El día después del funeral de Jeremías Goldman, Jacobo visitó a Don Antonio para agradecerle el buen trato que había recibido su padre en el inquilinato. Acongojado, Yugovich respondió el gesto con un afectuoso abrazo, dando una vez más los pésames y deseando a Jacobo toda la suerte del mundo. Como era debido, Don Antonio le entregó todas las pertenencias que Jeremías Goldman no pudo sino abandonar en la habitación donde encontró la muerte: dos cajas de cartón con ropas, y un sobre que contenía el recibo de pago por adelantado de los veintiún meses de alquiler de la pieza 08.
Fin

viernes, 23 de enero de 2009

Edgar Allan Poe. Artículo publicado en el Suplemento Correo Semanal del Diario Ultima Hora el 24/01/2009

UN CORAZÓN DELATOR – Juan Ramírez Biedermann
En conmemoración al bicentenario del nacimiento de Edgar Allan Poe.
En el ensayo “La Filosofía de la Composición”, Edgar Allan Poe argumentaba cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiese describir al lector, paso a paso, sin reservas, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras, hasta llegar al término definitivo de su realización. Confesaba animosamente que le era imposible explicar por qué hasta ese instante no se había ofrecido jamás al público un trabajo semejante. Buscaba culpas en la vanidad de los autores. Acaso la mayoría de los escritores, especialmente los poetas, preferían dejar creer a la gente que escribían gracias a una especie de sutil frenesí, de intuición de origen inextricable o mágico. No sin maldad, juraba que aquellos creadores padecerían de escalofríos si tuviesen que permitir al lector echar una ojeada tras bambalinas, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos que conducen a la composición de una obra. En otras palabras, Poe echaba fuego sobre el legado de la tradición religiosa, que sostiene que un espíritu enviado por el Creador susurra al oído del escritor, su amanuense; Poe rechazaba la tradición romántica de la inspiración, de la musa, de lo innombrable que llena el alma del poeta; Edgar Allan Poe vociferaba a la posteridad que la autoría de toda creación era resultado de la inteligencia. Ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar: la creación estética avanza hacia su culminación con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Cuando escuchamos estas afirmaciones, nosotros, los lectores sumisos de Poe, le creemos fielmente, y nos respaldamos en ejemplos que no resisten discusión. ¿Acaso no es cierto que Poe crea el relato policial con los Crímenes de la calle Morgue? En ese cuento, el misterio, el raciocinio y la lógica son los ingredientes que marcan el inicio de una manera de contar, de una forma de entretener, de un camino para escapar. La inteligencia nos regala un género literario nuevo que derivará en Chesterton, en Conan Doyle. Dupin será el antecesor del padre Brown, de Sherlock Holmes. ¿Cómo dudar de Poe? Luego nos embarcamos en el agobiante y sórdido relato de Arthur Gordon Pym, en su periplo de hambre, sed, desesperación, alcohol, locura, muerte y, como siempre, misterio. Entonces surgen las interpretaciones simbólicas de la obra, y se habla del significado alegórico de aquellas regiones con profundidades lechosas, y de aquel encuentro con una figura humana velada, cuya piel tenía la perfecta blancura de la nieve; quizá estemos ante la evidente alusión al hombre de cabeza y cabellos blancos como la misma nieve citado en las Revelaciones de Juan. Los estudiosos toman estos elementos, y suman a sus conjeturas la creación de un compatriota de Poe, un hombre de su época: Melville. La blancura del leviatán. El blanco como color paradójico representando lo insondable, derrumbando todos los mitos, todos los arquetipos. La inteligencia una vez más. Nosotros, los lectores de Poe, creyendo en sus argumentos.
Por otro lado, al leer la biografía de este escritor, quién podría no compadecerse de las tragedias, pérdidas, dolor, muerte y desconsuelo que azotaron su vida. Nos enteramos de que Baudelaire juraba que hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras “mala suerte” escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El autor de Las flores del mal se preguntaba si existía una Providencia diabólica que preparaba la desgracia desde la cuna, que arrojaba con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos. ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asedia eternamente a esas almas elegidas? Baudelaire, al tratar de definir a un alma como la de Poe, definía al poeta maldito. Entonces pensamos en Ligeia, en Berenice, en Morella, en las mujeres del escritor arrebatadas por la tuberculosis, en el tenebroso laberinto del alcohol, en el carácter autobiográfico de los personajes, en la deprimente y angustiosa desgracia de sus creaciones. Entonces, nosotros, los lectores de Poe, empezamos a dudar, y le tomamos la palabra a los simbolistas, a los románticos, a los surrealistas, y empezamos a admitir que el hombre no hacía más que vengarse, justificarse o rebelarse a través del arte: el artificio de la inteligencia en la composición retrocedía ante la posibilidad de que el arte sea un manto de dignidad, cuyo fin último sea ocultar la desesperación, aquella que evidenció Edgar Allan Poe en sus últimos segundos de vida, vestido como el loco y el vagabundo que era, en una camilla de Baltimore, preguntando al médico de turno si tenía salvación, no su cuerpo, sino su alma.
Debe llegar el momento en que nosotros, los lectores de Poe, nos alejemos de todas las conjeturas, y escuchemos el verdadero corazón delator de Edgar Allan Poe: su obra. Allí encontraremos que todas las posibilidades son ciertas; que su método de composición basado en el raciocinio no es menos verosímil que la premisa nefasta que marca el destino violento y ensombrecido de sus personajes, reflejos del autor. En su obra se nos develará que, si bien la literatura nace de la inteligencia y del alma del ser humano, una vez parida posee vida propia: no pertenece a nadie y a la vez a todos.
Borges sostenía que entre los grandes narradores, sólo a Conrad y a Faulkner le interesaron por igual los procedimientos de la narración, y el destino y el carácter de las personas. Creo que en Boston, en 1809, nació un hombre con las mismas inquietudes.