viernes, 17 de abril de 2009

Los inquilinos - NOBIS


Los inquilinos, Juan Ramírez Biedermann
LIBRO: NOBIS – (2007)
FONDO NACIONAL DE LA CULTURA Y LAS ARTES
ISBN 978-99953-35-05-2


Al buscar el olvido, trataban de recordar
William P. Blatty

Sobre Valois Rivarola, a media cuadra de Padre Cardozo y cerca de la iglesia de Las Mercedes, en el lugar donde funcionaba el recordado inquilinato de Don Antonio Yugovich, vivió por cuarenta días el Ángel de la Muerte.
La historia es tan cierta como nuestro dispar sentir ante ella. Algunos dicen desconocerla, ya sea por vergüenza, por indignación, o por una indiferencia que borraría cualquier tipo de culpa. Otros –los que amontonan con o sin razón una pesada carga sobre sus mentes– siguen repitiéndola en el interior de hogares mercedeños; susurros encendidos y temerosos, palabras que se pronuncian, no sin angustia, de tanto en tanto.
Ignoramos la existencia de versiones oficiales o registros que confirmen la presencia del médico alemán en el barrio. Ya pasó demasiado como para elevar preguntas que no tendrán respuestas. Quizá la única prueba documental de su estancia entre nosotros esté guardada en esa infranqueable caja fuerte que poseía Don Yugovich, cuya combinación fue solemnemente llevada al cementerio de la Recoleta por aquel anciano tenue, gentil e impredecible. Sabíamos que en aquel recipiente incrustado en la pared de su habitación, al final de las jornadas, Don Antonio guardaba todo lo que habría considerado única y absolutamente suyo: el lente de sol con montura dorada, la pipa color caoba, la dentadura postiza, y una pila de contratos de una carilla que Don Yugovich hizo firmar a los que durmieron bajo su techo aunque sea por una velada. Acaso entre aquellos papeles podríamos encontrar alguna información sobre el inquilino que habitó en absoluta soledad, por más de un mes, la pieza 08, la que estaba junto a la cocina, en diagonal con un pozo artesiano tapiado hacía años, usado como plataforma para planteras rotas y cántaros vacíos. Sabemos que Gloria Yugovich, la única hija de Don Antonio, modista que todavía reside en Las Mercedes, guarda la caja fuerte en algún recoveco de su casa de la calle Teniente Ruiz. Ella asegura que jamás violaría la memoria de su padre, abriendo algo que él cerró para siempre. Con eso, como nos ocurre en demasiadas ocasiones, se extingue la única esperanza de mostrar a la gente una de las tantas verdades del barrio; algo que nos permita delinear, aunque sea por un instante, las borroneadas facciones de nuestro rostro.
El inquilinato era una casona de ajustada fachada, pero de profundidad importante. Su comedido frente estaba únicamente exornado por un majestuoso árbol de mango, cuya consistente sombra perduraba durante gran parte del día. La murallita blanca que daba la cara a la calle lucía cubierta por los verduscos garabatos del moho. No tenía rejas. El breve espacio de su entrada se partía en dos por un camino de grises lajas quebradas, sendero siempre cubierto por hojas glaucas y marrones, todas muertas, todas pudriéndose sobre aquel paseo que culminaba en un portón hecho de listones de madera, y tachonado con clavos herrumbrados y excesivamente grandes. Más allá del portón se abría el extenso pasillo, a cuyos costados, perfectamente dispuestas una frente a otra, las desvencijadas puertas de las doce piezas para huéspedes se miraban incesantemente. En el fondo estaba un cuadrilátero atiborrado de naranjos, limoneros y guayabos, en donde los huúespedes se ponían a hablar de todo un poco mientras tomaban tereré y colgaban la ropa para secar. Aquel patio –amplio y modesto como todo el inmueble– trascendía las postrimerías de Las Mercedes y daba unos pasos sobre el terreno baldío que se extiende a espaldas del Club Libertad, alcanzando así los primeros metros del barrio Tuyucuá, trecho de ciudad donde el terreno empieza a declinar y desciende gradual y definitivamente hasta sumergirse en el río Paraguay.
El inquilinato, antes de ser derrumbado, tuvo una agonía que se extendió a lo largo de la primera mitad de los noventa. En aquella década, los tranvías aún bajaban por Padre Cardozo hasta su parada final, frente al templo viejo; la canchita de arena de la iglesia no contaba con lumínica, y servía como estacionamiento para la misa de siete. Por aquel entonces, el lugar donde ahora está la plaza no era más que un terreno habitado por una infinidad de árboles, en cuyo extremo, del lado de la avenida General Santos, se había cementado una especie de explanada en donde todas las mañanas se montaba la feria de frutas y verduras del barrio. Por esos días, ya casi no quedaban empedrados, sólo el de Cusmanich, que –sinuoso y cubierto a tramos por lapachos y chivatos– se metía en el callejón sin salida Elvira Báez, para morir con elegancia en la cuadra que alberga, hasta hoy, las mansiones lujosas de Las Mercedes.
Sí, verdaderamente fue una agonía. La mañana que sorpresivamente clavaron un cartel delante del lugar, anunciando la futura construcción de una torre de quince pisos para departamentos, a todos nos afectó hondamente esa condena de muerte. Nuestra primera reacción fue de incredulidad: jamás hubiéramos podido creer o aceptar que una reliquia fuera arrancada de nuestras posesiones sin aviso o consulta previa. Parecía algo no sólo indebido, sino hasta autoritario. Después, ya resignados, tuvimos que admitir el hecho (acaso el primero de otros tantos que marcarían el inicio de un irreversible periodo de cambios) y asimilar sus futuras consecuencias.
Se diría que sin intención, aquejados por esa bendita nostalgia que siempre nos ataca desde la nada, empezamos a recordar a los clientes que alguna vez pernoctaron bajo los deteriorados techos de Don Antonio: a los que se acercaron a nosotros; a los que menos contacto tuvieron con la gente; a los excéntricos y a los que incluso pasaron por sospechosos; a los que nada dijeron y a los que no callaron mucho. Pero en especial, nuestros padres y abuelos –ya que nosotros no los conocimos– evocaron la memoria de dos inquilinos: la de Josef Mengele, quien sólo fue visto un par de veces por pocas personas, y la del hombre que ocupó la pieza 08, años después del galeno nazi; aquel hombre de edad, alto y desgarbado, de modales y presencia distinguidos, de tez blanca y calva relumbrante y pecosa, que una tarde abandonó su casa ubicada en la calle Defensa Nacional, a media cuadra de la iglesia de Las Mercedes, y caminó por cinco minutos hasta llegar al inquilinato de Don Antonio. Se detuvo en la vereda de la casona, a un metro de Yugovich, y disculpándose por el atrevimiento, interrumpió su infaltable rito de mirar la tardecita derramándose sobre la calle Valois Rivarola. Sin muchos atavíos, con la mirada límpida, como arrastrada por el viento, con pocas palabras en la boca y un semblante disperso, Don Jeremías Goldman rogó que se le alquilara la pieza donde alguna vez pasó una temporada aquel alemán de apellido Gregor. Don Antonio Yugovich jura recordar cada segundo de ese encuentro. Primero, porque desde que la gente se enteró de que un nazi había dormido entre las cuatro paredes de la pieza 08, nadie volvió a pasar una noche allí. Segundo, porque sabiamente intuía que aquel asunto guardaba algo pendiente. Don Jeremías pagó por adelantado la pensión y se metió a la pieza 08 un nueve de febrero a la tarde, mientras el sol, teñido de aloque y carmesí, se derretía en la brumosa ribera del río, allá, donde muere Asunción y empieza el agua.
¿Qué sabemos de todo esto? No mucho. Dicen que un barco llamado el North King atracó en Buenos Aires en 1949. Entre sus pasajeros figuraba un tal Helmut Gregor. En la más parca de las soledades, quizá algo atribulado, pero de seguro con cierto alivio en las entrañas, ya que habría dado por hecho que la cacería de los criminales de la SS no le daría alcance en estas tierras sureñas tan lejanas y desconocidas, Josef Mengele arribó a la Argentina.
Poco después, una vez acomodado en la doliente calma de algún barrio porteño (acaso Olivos o Vicente López), Mengele se inscribiría en la guía telefónica de Buenos Aires con su nombre verdadero, e iniciaría un periodo mayormente desprovisto de quebrantos. Cuentan que en ese tiempo volvió a casarse, y que su parentela, en especial sus ascendientes, empezaron a enviarle dinero desde su tierra natal. En los cincuenta, el alemán pasó por una prosperidad económica que nunca hubiese imaginado después de la caída del Tercer Reich. Llegó a ser socio de una firma farmacéutica y propietario de una fábrica de juguetes. Todo parecía perfecto, hasta que le informaron subrepticiamente que el gobierno argentino había recibido un pedido oficial de extradición (orden de detención decretada en 1959 por el Juzgado de Primera Instancia Nº 22 de Freiburg im Breisgau, a decir de un artículo que leímos hace poco). Ese día huyó de Buenos Aires. Al parecer, uno de sus informantes, Hans-Ulrich Rudel, ofició de nexo con el gobierno del Paraguay, convirtiéndose en el artífice de su furtivo traslado a Asunción.
De lo que escuchamos, se puede deducir que Mengele jamás superó aquel primer susto. Entendió que de ahí en más, sus perseguidores no se detendrían nunca: lo rastrearían tenaz e incansablemente. Quizá por ese motivo, su permanencia en el Paraguay estuvo marcada por el ritmo de una vida sencilla y casi frugal. Cuentan que pasó un tiempo en la calidez de una familia germana, radicada hacía años en el Paraguay. Pronto, optó por vivir solo. Cuando los medios de prensa del mundo informaron que los Nokmin judíos habían secuestrado a Adolf Eichmann, en plena calle Garibaldi de Buenos Aires, trasladándolo clandestinamente a Israel para ser juzgado, los temores del doctor se habrían vuelto insoportables, ya que ese día, sin aviso previo, correctamente trajeado, pagó su cuenta pendiente con Antonio Yugovich, agradeció cordialmente su amabilidad y, tomando un taxi, desapareció para siempre.
Al tercer día de su encierro total en la pieza 08, Jeremías Goldman se dejó ver mientras daba una caminata por el interior del inquilinato. Pálido, casi fantasmal, rogó a Doña Amalia, la cocinera del lugar, que le preparase un cocido con leche para el desayuno. Cuatro de sus cinco hijos, y dos de sus tantos nietos –todos sorprendidos con la decisión del hombre, todos desesperados e impotentes– se pasaron aquellas tres jornadas del otro lado de la puerta verde que tenía pintado en blanco un 08 en el extremo superior. Le rogaron a Don Jeremías, por turno o a coro, que volviera a su casa, que sus actos no tenían sentido, que estaba cometiendo una locura. Aquella mañana, vestido con una camisilla blanca, un pantaloncito caqui y una sandalia de cuero, Goldman se paró ante ellos en el patio de atrás, a la frágil sombra de un limonero, y les dijo en tono sosegado que había tomado una decisión, y que esperaba ser respetado. Los familiares juran que jamás explicó los fundamentos de tal resolución, pero que su semblante demostraba tanta fuerza, tanta convicción, que no pudieron más que aceptar el ruego.
Desde ese momento, y sobre todo en el primer mes, gente de lo más diversa fue llegando a la casona a visitar a Don Jeremías: parientes, amigos, personalidades, gente sencilla, mujeres jóvenes y ancianas, religiosos barbudos con gorros y rulos ensortijados, unos cuantos periodistas. Nadie pudo quitarle una palabra. Con suerte, se sentaban ante el silencio de Goldman que, ignorándoles, comiendo una guayaba o pelando un mango, se pasaba mirando hacia cualquier parte, como escudriñando el universo en el que ahora habitaba.
Don Antonio narra que después de aquel periodo lleno de tensiones, la situación fue apaciguándose y tomando un curso calmo y descolorido. Las visitas se hicieron cada vez más espaciadas e infrecuentes. En realidad, con los meses, el único que no faltó un solo día al inquilinato fue Jacobo Goldman, hijo menor de Don Jeremías. Mozo de buen corazón, según palabras de Don Antonio, pero de cerebro medio extraviado, Jacobo no pasaba de los treinta y, según sabemos, a diferencia de sus hermanos, jamás siguió carrera alguna ni se inmiscuyó en el laboratorio ni en el imperio comercial formado por Jeremías Goldman. Mientras Yugovich se acomodaba en la vereda del inquilinato, todas las tardecitas, celebrando uno de aquellos ritos inquebrantables de Las Mercedes, Jacobo se sentaba a su costado, en la murallita blanca, fumando algo de aroma extraño y dulzón, metiéndose en monólogos interminables acerca de su manera de ver la vida, de sus pensamientos, de sus innumerables tropiezos y, sobre todo, contando la historia del padre.
Así nos enteramos que en 1943, Jeremías Goldman fue llevado, junto con otras miles de personas, a Auschwitz-Birkenau. Allí, luego de pasar terribles jornadas de sed, hambre, calor y frío en el vagón de carga que los transportó al campo, una mañana de mayo, bien temprano, se bajó de un tren ruinoso. Absolutamente perdido, asustado por la tormenta de gritos, órdenes, golpes y ladridos que le cayó encima, trató de vislumbrar qué le podría deparar aquel paisaje amplio y resplandeciente que se imponía a su débil mirada; claridad apenas manchada por las verdes máculas de un enorme pastizal tragado por el firmamento, apenas marcada por el tono terroso de las construcciones que, lenta y soberbiamente, empezaban a adquirir forma ante sus ojos. Minutos después, integrando la fila masculina formada en una amplia rampa junto a las vías, Jeremías Goldman vio de lejos, al final de la hilera de gente, al oficial alemán que iniciaba el sumario procedimiento de inspección a los recién llegados. El hombre indicaba maquinalmente con un bastón quiénes debían ir a la izquierda y quiénes a la derecha. Al pararse frente al facultativo, el padre de Jacobo se encontró ante un hombre elegante, de porte distinguido, de gestos educados, casi aristocráticos, de semblante sereno y afable. Para su extrañeza, no era el típico germano rubio de ojos celestes, sino más bien un hombre trigueño, de pelo castaño oscuro y enigmáticos ojos de miel. Todo era armónico en aquel oficial, incluso la notoria separación existente entre sus incisivos. Luego de revisarlo de pies a cabeza, el alemán pronunció en su lengua la palabra “izquierda”. Después, según Jacobo, le miró a los ojos y sonrió levemente. Hacia allí fue Jeremías Goldman, junto con los demás hombres y mujeres que se encontraban aptos para los trabajos forzosos. Los que fueron enviados a la derecha –niños, ancianos, enfermos, discapacitados y mujeres embarazadas–, integraron el primer contingente mandado a las cámaras de gas.
Tiempo después, Jeremías Goldman, en la inconmensurable desolación del campo, tomaría razón de que el Ángel de la Muerte le había dado la vida.
Experimentos humanos, torturas, sufrimiento, muerte, Don Antonio Yugovich nunca terminó de horrorizarse ante las atrocidades cometidas por un inquilino suyo. No podía creer que aquel señor extranjero, tan correcto, tan educado, hubiera sido el autor de las monstruosidades narradas por Jacobo. Cuando corrió la noticia de que el Ángel de la Muerte estuvo en el Paraguay antes de huir al Brasil, los vecinos empezaron a tener sospechas. Los rumores se propagaron rápidamente. Algunos se apersonaron ante Don Yugovich consultando inquisitivamente sobre el tema. Don Antonio afirmó desde el principio una postura de lo más simple y concreta, le alquilé la pieza porque no sabía quién carajo era. Además, de esto como.
Jacobo Goldman repetía una y otra vez, como una especie de fórmula incompleta, que su padre llegó a Auschwitz-Birkenau el mismo mes en que se asignó a Mengele a dicho campo, y que increíblemente sobrevivió a los veintiún meses que el galeno nazi permaneció allí. En todo ese tiempo, Don Jeremías habrá visto y sufrido la despiadada muerte de su gente. En todo ese tiempo, se habrá enterado del infierno. Ésos eran los pensamientos de Jacobo, mientras fumaba uno de sus enrollados y miraba las ensangrentadas nubes de la tardecita. ¿Somos capaces de enfrentar el infierno?, preguntaba a nadie, ensimismado y ausente. ¿Podemos escapar del infierno?
Una mañana de octubre, Doña Amalia, sosteniendo una taza de cocido humeante, golpeó la puerta 08. Nadie respondió. El día después del funeral de Jeremías Goldman, Jacobo visitó a Don Antonio para agradecerle el buen trato que había recibido su padre en el inquilinato. Acongojado, Yugovich respondió el gesto con un afectuoso abrazo, dando una vez más los pésames y deseando a Jacobo toda la suerte del mundo. Como era debido, Don Antonio le entregó todas las pertenencias que Jeremías Goldman no pudo sino abandonar en la habitación donde encontró la muerte: dos cajas de cartón con ropas, y un sobre que contenía el recibo de pago por adelantado de los veintiún meses de alquiler de la pieza 08.
Fin

1 comentario:

Monica dijo...

estoy viviendo sola en un alquiler temporario en Recoleta por lo que tengo bastante tiempo libre.. me gustaría leer ese libro.. voy a ver si lo consigo en la librería.